Había una vez una casa
Sí, una casa con alma. No era una mansión ni tenía lujos exagerados, pero estaba llena de silencios amables y rincones donde los sueños podían echar raíces. Con sus 108 metros cuadrados cubiertos, descansaba tranquila sobre un terreno de 328 m² en una de las calles más transitadas —y vivas— de Oncativo.

Esperaba. Eso hacía todos los días: esperar. A que alguien cruzara su puerta y la llenara de risas, desayunos al sol y tardes de lluvia mirando el patio desde la cocina. Una cocina que, por cierto, había sido renovada con amor, con cañerías de agua nuevas y una ventana que regalaba vista directa al verde del fondo.

Contaba con dos dormitorios donde ya imaginaba cuentos antes de dormir. Un baño dispuesto a guardar secretos y canciones de ducha. Un garaje que protegía más que autos: historias, herramientas, proyectos. Una pieza de guardado, siempre lista para ordenar recuerdos. Un lavadero independiente que olía a futuro recién lavado. Y un patio amplio, de esos donde los domingos se sienten eternos y las charlas se estiran con el mate.

Pero la casa aún no tenía a su familia.

Y aunque había resistido al tiempo, su historia seguía incompleta.
Porque toda casa, para ser hogar, necesita alguien que la habite.
¿Serás tú quien escriba el próximo capítulo?
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